RESEÑA
El
cielo es azul, la tierra blanca, novela
de Hiromi Kawakami.
Por Teresa Iturriaga Osa
En
la lectura de la novela El
cielo es azul, la tierra blanca,
de Hiromi kawakami, constatamos que el tema de fondo es la revisión
de la vida y la muerte; la diagnosis de la existencia con una mirada
distante y serena, sobre un observatorio privilegiado, el amor entre
dos personas de edad y trayectoria vital muy diferente, desde donde
la autora divisa las constelaciones humanas. Este acercamiento entre
dos seres que se atraen nos obliga a la inmersión en el vasto océano
de la incertidumbre que siempre acompaña al ser humano en su
crecimiento.
Puede
afirmarse que la novela es muy zen, porque se establece un viaje de
regreso hacia ese centro de uno mismo que quizá conocimos en la
niñez, esa intensa estación de nuestra vida que termina por
olvidarse en el cansancio de los años, en ese ir y venir por los
laberintos del mundo. Por ello, la novela nos habla de la memoria de
lo genuino, en la recreación de un mundo más bello y más sincero.
La autora incide especialmente en ese punto, allí donde la punta de
flecha toca de lleno el corazón y el plexo del ser humano. En ese
sentido, la literatura de la autora se hace intensamente femenina y
nos lanza preguntas sin respuesta para que vayamos ordenando nuestro
mundo de creencias.
El
tiempo en la novela
No
deja de ser extraño el tratamiento que hace la autora del tiempo. No
es lineal, parece una nebulosa intemporal, como si el reloj se
hubiera detenido y los lectores estuviéramos sentados al lado de los
protagonistas, observándolos desde una mesa de la taberna donde
coinciden al azar, bebiendo sake
y comiendo con ellos. Y allí, en silencio, nos deja sin aliento,
como voyeurs,
observando sus torpezas en el acercamiento amoroso, los pasos a
ciegas que uno y otro dan hacia la confianza mutua. No en vano,
Tsukiko significa “Confianza”. Al fin y al cabo, la cronología
de los hechos es lo que menos importa cuando nos visita la
intensidad, es decir, el amor. Entonces, el
otro se
convierte en nuestro espejo, en la puerta que a través de un amor
verdadero nos ayuda a abrir nuestro propio umbral interior. El
otro es
la llave que nos hace pasar de una prisión de “ausencia” a un
bellísimo paisaje de “presencia”.
La
peculiar narrativa de Hiromi Kawakami -a veces muy cercana a una
prosa poética sublime-, nos retrotrae transportándonos a la voz de
nuestras experiencias primeras. Tsukiko es una mujer que no quiere
dar el paso a la madurez y sus reacciones son de una adolescencia
enfermiza y conmovedora. No encaja en ninguna parte porque, a pesar
de su edad -treinta y ocho años-, sigue siendo una niña
extrovertida, pero muy imprudente e indecisa... No obstante, ella
misma reconoce que esas características ya no son una virtud
natural, sino todo lo contrario, porque no tiene edad para mantener
ese comportamiento y debe dar un paso hacia delante hacia la madurez
de la responsabilidad sin perder la identidad y la frescura. También
es evidente que la relación con su madre lleva consigo una sombra de
elementos hostiles, por la misma de fuerza de la relación de
amor-odio que les une. De alguna manera, en la novela hay gestos de
reparación de esa latente hostilidad de Tsukiko -y eso se aprecia
perfectamente en el capítulo en el que le ayuda a preparar su
comida favorita- hacia una madre que está, en cualquier caso, antes
de todo, y es amada por encima de todo. Da la impresión de que ese
monólogo interior a modo de confesión de Tsukiko hacia su madre le
ayuda a convivir con los elementos contrastados que le atraviesan el
alma. Así, la autora nos enfrenta, a través de todos sus
personajes, con esos aspectos de nuestra personalidad -dignos de
mención- que hemos tenido que desarrollar en la corriente del mundo
como sombras necesarias en nuestra identidad madura. No obstante,
insiste en esa aceptación de la sombra como habilidad consciente del
ser humano. Kawakami nos muestra que el dolor compartido se supera
mejor, por
ello, el profesor Matsumoto no esconde sus fracasos, su pasado de
soledad y abandono. De ahí la metáfora de la colección de teteras
que conserva en casa. La memoria consciente, esa gran paradoja, es el
mejor antídoto contra el dolor que despierta a sus larvas en medio
de la noche.
Y
si nos detenemos en Matsumoto, es porque él representa el símbolo
de la coherencia personal, él es el testigo de una carrera de
obstáculos que se prolonga a través de la lealtad a sus ideas.
Es un referente de maduración personal, como también lo son quienes
han llevado adelante el compromiso de su literatura con su propia
ética individual y social, entre otros, los poetas japoneses,
presentes en la novela a través de las alusiones de la compleja red
intertextual (Basho, Seihaku Iraku, poetas de haikus).
El mundo narrativo de la autora está constituido por
transformaciones, sorpresas, silencios, aromas y sabores,
alucinaciones... Pura poesía.
Por otro
lado, la figura de Tsukiko extiende sus implicaciones a un nivel que
sobrepasa el personaje literario y estético, porque nos presenta la
imagen de la mujer japonesa a caballo entre la tradición y la
modernidad en plena lucha por encontrarse a sí misma. Analicemos un
poco por encima el perfil de Tsukiko: casi cercana a los cuarenta
años, en una edad crucial. Se trata de un salto en el proceso de su
personalidad de la adolescencia a la madurez psicológica. No quiere
ser domesticada ni castrada. Precisamente,
los
personajes de esta novela nos lanzan a la búsqueda del centro
personal a través de la autenticidad. Los amantes quieren mostrarse
como son, sin dobleces, todo lo contrario a la obediencia ciega y el
sometimiento de una pasión que los anule y los haga dependientes.
Normalmente, no se nos educa para las relaciones amorosas y nos
pasamos la vida buscando una media naranja, buscando en el
otro lo
que nos falta, pero nos equivocamos demasiadas veces de esquina y de
abrazo, porque el
otro
nos arroja fuera de nuestro propio eje. Por tanto, en esta novela no
encontraremos el amor apasionado de un flechazo, la autora nos quiere
hablar de otra cosa. Es un estado de compañía en el que intervienen
el azar, el juego, la libertad, el respeto, el recuerdo, el
aprendizaje compartido. Un estado en el que a veces ni siquiera es
necesario hablar y contagiarse los temores o las dudas, es un andar,
andar y andar. Mientras tanto, en el camino sucederán muchas
peripecias, sensaciones, obstáculos necesarios para avivar los
colores del bosque, pero lo importante de ese viaje es no forzar, no
buscar el provecho personal, sino estar presentes. Un yo
junto a otro yo
oyéndose la respiración como en una sala de meditación zen,
sentados en cojines separados, suspendida la mirada sobre el ikebana
en un silencio compartido. En
El
cielo es azul, la tierra blanca -título
de una canción japonesa-, se
pueden leer hasta los silencios. Y diría más: se pueden llegar a
sentir y tocar. Por eso, esta novela nos enseña a buscar el amor que
nos permita desarrollar el ser que somos. Es un grito de
independencia y libertad.
Hiromi
Kawakami filtra en la novela los datos más objetivos de la realidad
y mezcla los elementos de ficción sin alejarse de la verosimilitud
de la vida cotidiana. Como decía Galdós en
La
sociedad presente como materia novelable (Discurso
de entrada en la R.A.E. 1897):
“Imagen de la vida es la Novela, y el arte de componerla estriba en
reproducir los caracteres humanos, las pasiones,
las debilidades, lo grande y lo pequeño, las almas y las fisonomías,
todo lo espiritual y lo físico que nos constituye y nos rodea, y el
lenguaje, que es la marca de raza, y las viviendas, que son el signo
de familia, y la vestidura, que diseña los últimos trazos externos
de la personalidad: todo esto sin olvidar que debe existir perfecto
fiel de balanza entre la exactitud y la belleza de la reproducción".
Kawakami es una escritora que cuida el detalle, retrata
minuciosamente las cosas sencillas que suceden dentro y fuera de los
personajes principales de esta historia de amor tan especial y
diferente. Todo lo que percibe, de algún modo lo escribe. Puede
apreciarse en los capítulos donde armoniosamente va dibujando los
trazos de la casa del profesor, el jardín de cerezos, la elaboración
de las comidas, el bosque de las setas, el paisaje.... Se recrea así
la autora en el detalle y la descripción de una forma natural, pero
a la vez, subyugante, porque a su manera, nos lleva de la mano hacia
donde ella quiere, anudando cada instante a un final metafórico
pleno de enseñanza y sentido vital. Véase, por ejemplo, la
narración de la excursión y las manías de la recogida de setas, el
accidente de la seta de la risa, cualquier cosa le sirve para llegar
a una conclusión reflexiva sobre esa vida cotidiana donde prosperan
las relaciones humanas.
Los
símbolos como recurso estilístico
No
podemos pasar por alto la utilización que la autora hace de los
símbolos. Es importante que el lector despliegue su mundo sensorial
e imaginario a través de los personajes de esta novela como un lento
camino de introspección. La vía simbólica es el cortejo de las
imágenes del yo.
La radiografía de los estados anímicos que provocan las historias
personales de El
cielo es azul, la tierra blanca
se acompaña del poder irrefutable de los símbolos. Entre ellos,
podemos destacar las setas, las teteras, el sake,
las flores del cerezo, las lágrimas al pelar las manzanas, el karma
–ligado a la cultura japonesa, budismo y filosofía del Tao-, el
maletín vacío, la isla, el tren, etc. Los objetos del profesor son
como reliquias que él conserva con celo porque arrastran la
intensidad de los momentos vividos. De este modo, el símbolo va
transportando al lector hacia espacios interiores, ayudándolo a
extrapolar el escenario de una novela japonesa a cualquier otro como
un cristal donde mirarse. El enfrentamiento con la búsqueda de la
identidad personal no necesita del auxilio de las coordenadas de
espacio y tiempo, porque el lector, en su lento camino de reflexión,
va trazando sus propias fechas y ante su memoria desfilan los
nombres, los rostros y los lugares que identifica sin dificultad
consigo mismo. Por ello, no se añora la descripción excesiva de
paisajes externos, porque una vez sumergidos en ese estado de
abismamiento psicológico, no queremos ser molestados, para penetrar
en el silencio y la soledad, que es el estanque donde se lavan
nuestras tristezas y decepciones, para digerir lo que somos y lo que
no somos, mirándonos de frente y a la cara. Ahí sobran las palabras
y los adornos.
El
núcleo duro... la relación
Ciertamente,
esta novela es reflejo de la mutación que se está produciendo en
las relaciones de pareja como consecuencia de un nuevo modo de ver el
mundo. Matsumoto, introvertido, prudente, discreto en su virilidad,
atrae a Tzukiko sin muchas estrategias de seducción amorosa, él
vive a su manera, conserva los patrones educacionales del tiempo
antiguo. Su alumna Tsukiko es su enlace con la modernidad. Ella
exhibe su falta de madurez desde lo espontáneo, es decir, desde el
presente, abiertos los sentidos, en plena fase de cambio, en una
especie de rito de pasaje de la niñez a la edad adulta y su profesor
Matsumoto es quien le da la iniciación. Se observa que en sus
diálogos hay una pared que el Maestro no quiere hacer desaparecer,
como un hielo que le protege de su miedo a dejarse llevar por la
corriente de la vida, pero también se aprecia un interés por su
parte en comprender esa magia adolescente de Tsukiko (es curiosa la
anécdota de la camiseta I love NY, o de su pasión por las
maquinitas de juego en la sala de pachinko,
por citar varios ejemplos de contraste). En realidad, la relación de
los protagonistas es una lucha entre el amor apasionado añorado de
la juventud -ese que nos lanza fuera de nosotros mismos y donde tanto
nos gustó un día bañarnos y perdernos- y el amor maduro que busca
la difícil comunión de dos seres que se abrazan, pero que no
quieren disolverse en la nada después de tantos años de
experiencias difíciles y dolorosas.
En ese
sentido, es especialmente bella la disertación del profesor
Matsumoto sobre el matrimonio a propósito de su anécdota sobre la
seta de la risa que su mujer se empeñó en digerir como acto de
rebeldía, como afirmación de su yo,
ya que él mismo reconoce que en el pasado era demasiado rígido ante
sus caprichos o manías, cuando afirma: “los sermones eran mi
especialidad”. Hiromo Kawakami utiliza este recurso estilístico en
varias ocasiones, llevándonos a través de la metáfora a la
enseñanza, de la excursión al campo y comer una seta de la risa al
fracaso de los detalles de su matrimonio. La autora no nos abruma con
largos monólogos filosóficos o morales, sino que a través del
diálogo coloquial entre los personajes, nos muestra la experiencia
de la vida. Y nos explica que el tsunami
de la ruptura conyugal no llega de improviso, sino que la ola va
cogiendo altura durante años a fuerza de cansarse mutuamente por
falta de flexibilidad y dedicación. Así, poco tiempo después del
incidente de la seta de la risa, su mujer lo abandonó. Tenía
cincuenta años. En mi opinión, una época de cambios importantes en
la vida de un individuo.
Esta
didáctica afectiva es una reflexión crucial en la actualidad,
cuando muchas parejas siguen encadenándose, intercambiándose la
libertad personal de un modo recíproco, para excluir de su vida las
relaciones con el resto del mundo mientras se levanta una red de
celos y espionaje alrededor del campo de prisioneros donde conviven.
En
conclusión, nos encontramos ante una novela excepcional, que
contiene todos los elementos necesarios para navegar entre la ficción
y la realidad: reflexión, crítica, fantasía, cotidianidad y
simbolismo, belleza, poesía, amor. En una época marcada por la
frivolidad, Kawakami defiende que hoy más que nunca es necesaria la
recuperación del ser humano. Ser fiel a sí mismo desde un
compromiso escogido en libertad. Concluye así una novela de
enseñanza paciente, que incluye un mundo de valores que va
desapareciendo con el ruido y la distracción. Su fin es instruir al
lector en el compromiso de una prosa poética cotidiana, libre y
espontánea como la joven Tsukiko, profunda y silenciosa como el
profesor Matsumoto.